10 de julio de 2011

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I. Nostalgia

Nos encontrábamos siempre por casualidad. Ella aburrida de los estudios, del desempleo, de la familia; yo agotado, ocupado, atrapado en proyectos inútiles y sin futuro, al borde de la desesperación. Escapábamos juntos. Descendíamos de las montañas envueltos en la alegría imprudente y suicida del que se da el lujo de huír; andábamos dando rodeos, eligiendo calles de forma caprichosa, parando en parques, viendo y comparando techos de edificios, de casas antiguas, estudiando detalles de rejas o jardines, haciendo tiempo mientras el sol terminaba de ocultarse e intentando verlo todo desde un ángulo nuevo. Caminábamos hasta que la presencia de la Gran Avenida se hacía demasiado imponente y nos obligaba a recorrerla, a atravesarla para adentrarnos en el corazón de Chapinero. Íbamos a un pequeño, costoso y agradable bar de jazz en donde pedíamos una cerveza tras otra y empezábamos a armar una deliciosa atmósfera de intimidad que luego nos llevábamos con nosotros cuando, tras realizar una juiciosa proyección presupuestal, decidíamos cruzar la calle y comprar una botella de aguardiente en la pequeña tienda llena de obreros que no sólo quedaba frente al bar de jazz sino que además abría más temprano, cerraba más tarde, era significativamente más barata y tenía una rocola. Una vez en la tienda comprábamos el aguardiente y dejábamos todas las monedas en la rocola -Canales, Jaramillo, Lavoe, Gardel, Acosta; la música que cada uno había aprendido en su casa, de sus padres-; nos sentábamos y hablábamos por horas -sin fijarnos en el modo en que íbamos perdiendo sensatez y ganando calentura- de las cosas que habla todo el mundo en estas situaciones: del pasado, del presente, del futuro, de las respectivas parejas y los respectivos oficios, de conocidos, de la familia y el país. Luego llegaba otra botella de aguardiente y a veces otra y a veces otra y en alguna ocasión otra más. Cuando la situación lo permitía íbamos juntos al baño o ella se escondía debajo de la mesa y me la chupaba para que luego mis dedos y yo devolviéramos las atenciones. Bebíamos y hablábamos hasta que la tienda cerraba y la dependiente nos sacaba con amabilidad. Luego tomábamos un taxi e íbamos a amanecer a un motel.

II. Nuestro juramento

Los encuentros empezaron a repetirse con cierta frecuencia y de forma cada vez menos casual. Nos prometimos noches que nunca nos cumplimos -ir a bailar a un bar de salsa, acampar fuera de la ciudad y consumir ácidos, ir a ver una película juntos-: siempre seguimos nuestra rutina jazz - rocola. Hasta que todo terminó del mismo modo impreciso en que había comenzado: nos conocimos algún viernes por medio de amigos en común de los que yo me distancié por razones que no caben en este relato; el bar de jazz cerró y ella salió a vacaciones de la universidad -así que por un tiempo no volví a encontrármela por Chapinero-. Fueron unos lindos meses. Yo dejé de contestar un par de llamadas suyas y ella dejó de insistir. Perdimos contacto con la misma velocidad con que nos conocimos.

III. Triste y vacía

Un par de años más tarde me la encontré en la calle en otra ciudad, en otro país. Ella tenía un hijo y yo estaba casado. Ella llevaba unos meses viviendo allí y yo había llegado hacía unos días -iba para un congreso y la semana siguiente me regresaba-. Salimos un par de veces y nos aburrimos juntos una eternidad. Nunca nos volvimos a ver.

IV: Bonus Track

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Pd: Estoy estrenanado:

http://gabrielmuelle.co.cc

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