12 de noviembre de 2012

Pertenencias

Pertenencias
Gabriel Muelle

(Cuento ganador del concurso Stadt: Historias de la gran ciudad 2012, organizado por el Goethe Institut, Radiónica y Hoja Blanca)

Por las calles bajaban torrentes de agua, arrastrando basuras cual cadáveres de peces en un río muerto y forzándome a saltar para evitar las corrientes y los charcos en el pavimento. Odio tener los pies mojados. También odio que se me llenen de gotas los lentes de las gafas, pero eso ya no podía evitarlo. Era un atardecer gris y lluvioso y me estaba tardando en encontrar la dirección. Caminé de un lado a otro por calles tan irregulares como desiertas, bajo la vigilancia de las montañas iluminadas constantemente por relámpagos fríos y azules. Cuando por fin vi el frente de la casa no pude dejar de sentirme oprimido por la tristeza que junto con el agualluvia escurría por las paredes como la fría exudación de cada historia y de cada desgracia encerradas en ese viejo edificio. Entré, empapado, y me presenté ante la casera. Le expliqué quién era y a qué iba y ella, alegando comprenderme perfectamente y con una cierta afectación que no pude dejar de notar, me prestó una toalla para secarme y me guió por un largo corredor lleno de puertas de madera aseguradas con candados y cadenas. Al llegar a una de las últimas me dijo “Aquí es. Voy a estar en la cocina por si necesita algo. Siéntase libre de tomarse su tiempo, yo entiendo”.

Siempre tengo presente el día en que Adriano se fue de casa. Por ese entonces tenía diecinueve años y acababa de abandonar la universidad. Los problemas habían empezado años antes, no puedo decir cuándo o por qué, pero claramente a esa altura ya la solución se había escapado de nuestras manos. Aún conservaba el rostro afable que tanto enorgullecía a su madre pero hacía tiempo había perdido la alegría que lo caracterizó durante su infancia y su primera juventud. Había vivido toda su vida en la misma casa, en la misma habitación, acumulando en ese espacio objetos, afectos, recuerdos y todo tipo de cosas. Y ahora tenía que tomar todo lo que más pudiera y empacarlo en dos cajas y una maleta. Para siempre. Quería, más que tenía, porque nadie lo forzó a tomar esa decisión. Desde los quince años, quizás antes, nos venía amenazando a su madre y a mí con que se marcharía en cuanto pudiera, pero sólo fue una semana antes de irse cuando, durante la cena, nos dio la noticia. “Dentro de ocho días me voy. Conseguí un lugar dónde vivir”, fue todo lo que nos dijo. Su madre trató infructuosamente de disuadirlo toda la semana y para el momento en que se fue estaba encerrada en nuestro cuarto, llorando desconsolada. Yo, distante, herido, ofendido, lo observé acomodar sus libros preferidos, sus películas, sus discos, su grabadora, su mejor ropa, cobijas y algunos recuerdos de su infancia. Luego lo vi tomar las cajas y la maleta y sentarse en la calle a esperar un taxi. Sus hermanos le ayudaron a acomodarse en el carro. Lo vi irse desde una ventana en el segundo piso, escondido tras la cortina. No se despidió de nadie, se fue odiándonos. Dijo que pronto volvía por el televisor y otras cosas. Nunca regresó.

Algunos años después me encontraba arrodillado en el piso de una habitación pequeña, estrecha, oscura, sin una sola ventana. Un agujero que emanaba un terrible olor a humedad desde antes de entrar. Nunca entendí por qué cambió lo que tenía, lo que su madre y yo le habíamos dado, por esa pocilga, por esa falsa libertad. Y allí estaban, casi con exactitud, los mismos objetos que esa noche sacó de su habitación en casa –habitación que aguardó su regreso por mucho tiempo, hasta que la desesperanza y la necesidad de seguir adelante la convirtieron en un depósito de chécheres y cachivaches, lleno de telarañas y con las cortinas siempre cerradas-. Al parecer, sus años de ausencia del hogar no lo habían cambiado mucho. La cama sin tender, la ropa por el suelo, la mesa de noche cubierta por una capa de papeles de todo tipo y una pila de libros, el mismo desorden por el que discutía cada dos días en casa con su mamá. Revisé bajo la cama y, como lo esperaba, encontré las dos cajas de la mudanza. Me senté, lleno de paciencia y una extraña inquietud, y empecé a revisar los papeles de la mesa de noche: dibujos, escritos, facturas. Y, gracias a esa información, pude elaborarme un mapa mental de sus últimas semanas: qué había comido, cuándo, dónde, si estaba solo o no, cuándo fue a cine, qué vio, qué escribió y a quién. Pude recrear algunos de sus recorridos, imaginarme sus compañías, sus costumbres.

Ese fue el momento en que descubrí a qué había ido a ese lugar. No había ido, como creí en un principio, a recoger las pertenencias de mi hijo para llevarlas a casa. No, había ido para investigarlo, para tratar de saber qué había sido de él desde que lo había perdido completamente. Había ido para conocerlo y para reconocerlo. Un disco estaba puesto en la grabadora y lo hice sonar. No supe qué era pero era el tipo de música que Adriano escuchaba encerrado cuando vivía con nosotros. Esa música que siempre me pareció triste y que parecía ser perfecta para su carácter. Estuve a punto de derrumbarme. Traté de empacar todo en las cajas sin fijarme demasiado en cada cosa pero era inevitable pensar en cada una de sus acciones y en por qué las había hecho. Era inevitable el imaginarme a ese hijo que nunca conocí y su críptica vida.

Cuando Adriano se fue de casa me forzó a reflexionar sobre el modo en que algunas personas nos establecemos en un lugar y construimos toda nuestra vida a su alrededor. La forma en que los objetos que consideramos propios –o su ausencia- definen cierta parte de nuestro paso por la tierra: nuestros gustos, nuestros comportamientos, nuestra relación con el entorno, una cara de nuestra personalidad. Cómo, a lo largo de una vida, en un sitio determinado, acumulamos ciertas cosas a las que se les otorga un gran valor, se les asocian recuerdos, sentimientos, se convierten en objetos que, de un modo u otro, nos significan a nosotros mismos. Y me quebraba el pensar en lo difícil que ha de ser tratar de meter eso en dos cajas y una maleta.

Durante los años que mi primogénito vivió fuera de casa fueron muy pocas las noticias que tuve de él. Alguien lo vio en la calle, su hermana se lo encontró en un bar, llamó a su madre para el cumpleaños o para la navidad. La información era confusa. Quienes sólo lo veían decían que estaba demacrado, sumido en vicios, a punto de desaparecer, pero quienes hablaban con él mencionaba a un tipo alegre, entusiasta, lleno de vitalidad y deseoso de salir adelante. Sé que estuvo trabajando en una cosa y otra, consiguiendo el dinero justo para sobrevivir, viviendo siempre en la misma pieza. Sé que nunca volvió a la casa y que una tarde se citó con su madre para almorzar y no dijo mayor cosa durante lo que duró el encuentro, incapaz de abandonar ese hermetismo que siempre lo caracterizó. Y que al final insistió en ser él quien pagaba la cuenta.

Yo no fui consciente de cuánto desconocía a mi hijo hasta el día del velorio, cuando conocí a su novia de los últimos cuatro años, cuando vi a sus mejores amigos de toda la vida y no fui capaz de reconocer a ninguno, cuando gente desconocida se acercaba a expresarme sus condolencias y a contarme cosas sobre un tipo de quien bien me podrían estar hablando por primera vez.

Si es difícil empacar tu vida para mudarte, más difícil es empacar la vida de un ser amado que acaba de morir y de quien acabas de reconocer no sabes nada. Porque a pesar de todo yo amé a mi hijo. Porque mientras estaba encerrado en ese cuarto no podía dejar de llorar y de imaginar quién era ese hombre que llevaba mi apellido y mi sangre. Porque esos objetos eran lo último que quedaba de él y podrían ser lo único una vez los recuerdos se fueran borrando. Porque en un par de horas yo estaría en casa y guardaría esas cajas en la que había sido la habitación de Adriano y una vez al año, atacado por la nostalgia, iría allí para tratar de recordarlo, de reconstruirlo basándome en los objetos que alguna vez le habían pertenecido.

Cuando terminé de empacar me tomé unos últimos minutos sentado sobre la cama. Las pertenencias de mi hijo muerto sólo me habían dejado más dudas. Imágenes hechas de suposiciones, un retrato construido sobre el blando terreno de las especulaciones. Debía buscar las respuestas en algún otro lugar pero no se me ocurría dónde. Fui a la cocina a buscar a la casera, le devolví la toalla y le pedí que aclaráramos cuentas para poder pagar las deudas de mi hijo. Ya había anochecido y la lluvia era cosa del pasado. Me fumé un cigarrillo viendo las goteras del lugar. Luego tomé las cajas y la maleta y me senté en la calle a esperar un taxi.


12 de junio de 2012

Perdón Universal


Cuando salgo los veo y aunque en un principio siento risa y deseos de burlarme, la piedad dentro de mí es más grande y pronto una profunda pena me invade y la conmiseración por esas almas desgraciadas se apodera de mí.

Salgo poco. Veo poca televisión, no leo la prensa y escucho poca radio. Dedico mis días enteros a leer La Historia (Ahora mismo estoy inmerso en el tercer volumen de la Historia de Tácito) y las madrugadas a escuchar Nuestro Programa (Duermo poco y cada mañana me levanto justo antes del vargtimmen para encender y sintonizar el viejo transmisor AM de papá. Muevo el dial lentamente, con la finura y precisión que mi agotado pulso me permite, hasta conseguir la mayor claridad posible para Nuestra Emisión Diaria. Los escucho muy atento. Aprendo y comparto El Mensaje. A veces llamo y participo. Me conocen. Los conozco. Somos Familia.) y sólo abandono el hogar para proveerme con víveres (tarea cada vez más difícil, por demás), para asistir a Las Juntas o para cumplir con La Labor. Así que no me los encuentro muy a menudo. 

Sin embargo, siempre están en mi mente y en mi corazón. 

En ocasiones, el cansancio ocular y mental (La Historia es ardua, exigente, su conocimiento es fundamental y por eso mismo evasivo. El camino está lleno de trampas.) me lleva a abandonar la lectura y encender el televisor para ver un noticiero. Por encima de la vulgaridad, la ignorancia y la mediocridad de siempre, me conmueve encontrarme con que Los Discípulos de los Profetas son cada vez más, lo que no deja de ser una inmensa tristeza. Los veo hablar a la cámara, desde algún pueblo perdido en la mitad de Estados Unidos, con la cara roja e hinchada, las lágrimas escurriendo y el gesto desgarrado. Los veo correr, desesperados, cargando la mayor cantidad de víveres que les es posible, saqueando supermercados en Buenos Aires, saltando por encima del cadáver del chino que tan valientemente defendió su negocio y sus dos pequeñas hijas. Veo a los millonarios europeos llegar en helicóptero a sus búnkeres, abrazando a sus familias y cargando sus pesados maletines. Veo a los africanos matarse los unos a otros por el control de los pequeños refugios que los gobiernos internacionales construyeron para sobrellevar la crisis y veo también a ese padre de familia que al otro extremo de esta ciudad exhibe orgulloso ante la cámara, a la distancia, detrás de alambradas eléctricas y vidrio blindado, el poderoso arsenal con el que está dispuesto a defender a su familia. Y también veo a los otros, a los que se ríen, a los que insisten en llevar una vida normal y confían en que al final todo saldrá bien. Pero no lo resisto por mucho tiempo y tengo que apagar el televisor.

Me cuesta saber quiénes me generan mayor pena, quiénes merecen más mi compasión: el grupo de los pobres desinformados que caen en la trampa de las profecías y el apocalipsis y están convencidos de que el mundo está por acabarse o el grupo de cínicos incorregibles y faltos de fe que asegura con soberbia que el mundo está mal pero que este no es el fin, que el apocalipsis no existe y que las profecías son engaños en los que sólo caen los incautos que merecen su suerte y su desgracia.

Ambos grupos, finalmente, están profundamente equivocados.

Me desarma saber que hay miles de millones de personas preparándose para un cataclismo que no va a ocurrir. Me destroza saber que hay miles de millones de personas, de hombres y mujeres buenos, bondadosos y amorosos, condenados por su terrible ignorancia. Me deprime pensar que ahí afuera hay gente preparándose para un fin del mundo que hace tiempo que ocurrió, que hay gente incapaz de darse cuenta de que somos sólo fantasmas recorriendo las ruinas de una civilización extinta, que vivimos inmersos en la ilusión de un mundo que ya no existe y que el único camino posible para obtener El Perdón Supremo es el de La Contemplación y El Estudio, como Nosotros lo venimos proclamando.

Porque somos Nosotros quienes nos damos cuenta.

Desde un principio, desde El Día en que Todo Terminó, nuestra sensibilidad superior nos permitió darnos cuenta del acontecimiento invisible, disfrazado en las pequeñas cosas, escondido en las noticias ligeras e irrelevantes, y desde ahí inició nuestra carrera por juntarnos, por organizarnos y por difundir La Palabra Del Fin a los oídos sordos que no quieren escuchar y que se empeñan en vivir en El Engaño.

Por eso, aunque en el fondo río de su ignorancia y sé que es culpa suya (¡las señales están ahí, todo el tiempo, sólo hay que interpretar!), comprendo también que esas pobres almas condenadas están sufriendo bastante y que van a sufrir aún más y que la posición de ventaja que me ha dado Lo Supremo no me exime de responsabilidad y no me permite la autoindulgencia y que es mi deber concentrarme en El Estudio y La Divulgación para lograr algún día, entre todos, el Perdón Universal.

Pero son pocos, muy pocos, los que escuchan.


9 de junio de 2012

Sábado en la tarde (Anticipación)



Las tardes de los sábados son lentas y ansiosas y bajan densas mientras se espera que el sol caiga y la noche llegue con la fiesta, con lo inesperado, con esa paz momentánea que sólo la depravación puede brindar.

Si estuviera en mis manos suprimiría las tardes de viernes, sábados y domingos y dejaría solo las mañanas para recuperarse y las noches para disfrutar. Haría de la vida una fiesta y cada semana se tendría que probar un nuevo fondo y así todos descenderíamos hasta el final, hasta consumirnos y explotarnos con ese bello resplandor fugaz de la vida bien vivida y bien abandonada. Dejaría lo útil, lo funcional, y perseguiría la sorpresa, lo oculto, los márgenes poco definidos y escasamente transitados.

La responsabilidad, la angustia y la culpa son el enemigo. Para que la ambición no se devore la vida hay que obligarla a funcionar sólo en horarios de oficina. Apagar los sueños cada tarde, mandar la economía al carajo y perderse en la ciudad o en el campo, cada noche, buscando el disfrute y la trascendencia de lo insignificante. Patear al aburrimiento en la cara y escupir sobre sus precios altos y su menú inagotable, sobre sus imposiciones y su orden social. Reír y llorar, olvidarse de todo y tomar el último bus de la noche hacia cualquier parte. Tener sexo debajo de la mesa de una fiesta desesperante y formal, beberse todo el champán y orinar sobre el ponche.

Hacer que valga la pena.

Salir. Caminar. Beber. Ver gente. Hacer que las cosas pasen.

Y sobrevivirlo por otro rato.

8 de abril de 2012

Viernes Santo


I.

Era viernes. Era semana santa. Iban a ser las tres de la tarde.

Se encontraron en un punto equidistante a sus respectivos apartamentos. Caminaron y caminaron hasta que por fin consiguieron un colectivo que los llevó al centro. Llegaron a la plaza de toros con tiempo suficiente para dar una vuelta por el Parque De La Independencia. Luego hicieron la fila y entraron a ver un espectáculo de esos de circo contemporáneo con gente que vuela, acrobacias, fuego y muchas plumas en el vestuario. Al final, un toro gigante de fuego salía del ruedo, se elevaba hacia el cielo y moría rápidamente frente a las Torres del Parque. El público aplaudía extasiado, de pie.

Al salir de la plaza caminaron por entre las calles vacías, lentamente, conversando agarrados de la mano, mientras la escasa luz del sol se debilitaba más y más. Hacía frío y llovía suavemente. Entraron en un pequeño café para escampar y calentarse. La lluvia se fortalecía y otras pocas personas entraban a cuentagotas, empapadas. El café humeaba. “¿Yo qué soy para ti?, preguntó ella. Él lo meditó por un momento, sorbiendo despacio, viendo por entre el vapor que empañaba el vidrio de la ventana. Llevaban algunos meses saliendo juntos y se querían. Todo iba bien. Eso fue lo que él respondió. Pero ella no estuvo de acuerdo.

Era tarde. Caminaron buscando transporte pero el centro estaba desierto. Después de un rato consiguieron un taxi. Ella se bajó frente a su apartamento y él siguió hacia el suyo.

Un año después apenas si se recordaban.

II.

Era viernes. Era semana santa. Iban a ser las tres de la tarde.

Habían llegado un par de días antes y el pueblo ya lo había aburrido a él. Intentaron irse pero ese día no había transporte a la ciudad. Almorzaron. Bajaron al pueblo a tomarse unas cervezas para deshacerse del calor. Mientras desocupaban las botellas y escuchaban las campanas de la igleisa anunciar la muerte de Jesús, se vino una tormenta fuertísima y el cielo se puso oscuro, muy oscuro. En el televisor pasaban la historia de Jonás, una producción barata y muy mal doblada. No tenían sombrilla y estaban lejos, así que decidieron quedarse y beber más. Acumularon varias botellas hasta que a eso de las seis, cuando oficialmente se hacía de noche -pero todo estaba tan oscuro que daba lo mismo-, les dijeron que ya tenían que irse porque iban a cerrar. Eran los únicos clientes y seguía lloviendo.

Salieron a caminar por las calles empinadas de ese pueblo clavado entre montañas lejanas, buscando algo de comer o algún sitio para tomarse unas cervezas más pero encontraron todo cerrado y las calles desocupadas. Seguía lloviendo con mucha fuerza y estaban lavados. Después de dar una última vuelta por las pocas calles del pueblo, decidieron volver a subir la montaña hasta su casa. Se secaron, encendieron la chimenea y tuvieron sexo. Cenaron con arepas, huevos y salchichas. Al día siguiente se despertaron temprano y regresaron a la ciudad en el primer transporte del día (un jeep viejo y destartalado que compartían con unos pocos campesinos). Fue el último viaje que hicieron juntos.

Un año después se odiaban a muerte.

III.

Era viernes. Era semana santa. Iban a ser las tres de la tarde.

Caminó buscando llamadas a celular. La llamó pero ella no contestó. Volvió al teatro y la buscó una vez más. Se habían visto un par de días antes y habían quedado en encontrarse de nuevo ese día, en ese sitio, a esa hora. La función iba a empezar, así que entró.

Un año después seguían sin saber el uno del otro.

IV.

Era viernes. Era semana santa. Iban a ser las tres de la mañana.

Ella se levantó del sofá con cuidado para no despertarlo y se fue a acostar a la cama que le habían asignado los dueños de casa. Dejó el televisor encendido. Se habían dormido viendo “Friends” y tomando vino blanco de la única caja que lograron conseguir la noche anterior en la única tienda del sector (una casita de madera a quince minutos de camino, con algunos víveres básicos a buen precio y un par de máquinas tragamonedas con luces de colores y los escudos de varias selecciones nacionales de fútbol). Era la primera vez que dormían juntos, aunque llevaban un tiempo coqueteándose con timidez y dándose besos cuando coincidían borrachos en la misma fiesta.

En la noche cocinaron junto a los amigos con los que compartían la cabaña, disimulando, haciéndose los desentendidos. A veces, mientras amasaban harina para tortillas, sus manos se rozaban y se miraban brevemente, reafirmándose todo lo que se habían dicho en la madrugada. 

Al otro día, él contrató un carro hasta el pueblo más cercano y tomó el tren a la ciudad. Ella regresó unos días después. Fue el primer viaje que hicieron juntos. Luego vinieron más.

Un año después se seguían queriendo pero los separaban unos cuantos miles de kilómetros.

V.

Era viernes. Era semana santa. Iban a ser las tres de la tarde.

Salió de la ducha y la llamó: ya iba llegando. Se distrajo en el computador hasta que escuchó el timbre. Le abrió, se saludaron y charlaron un rato mientras él se vestía. Él sólo hablaba de  la película en la que estaba trabajando. A ella no le emocionaba tanto. Tomaron café. Almorzaron. Tomaron más café. Salieron para el centro.

Al llegar al teatro encontraron una fila larguísima y ella llamó a sus amigas, quienes por fortuna estaban muy cerca de la taquilla. Las entradas para la función de las siete se agotaron y tuvieron que comprar para las nueve.

Después de un rato, ya con las entradas, salieron a caminar por el centro junto a las amigas. Dieron vueltas buscando algún sitio para beber cerveza pero pocos estaban abiertos y los que estaban abiertos estaban a reventar. Finalmente entraron a una tienda para rastas donde también funcionaba algún tipo de bar ilegal (al fondo había una escalera que llevaban a un segundo piso en donde un débil bombillo verde iluminaba una habitación pequeña, con las paredes cubiertas por consignas políticas escritas con mala ortografía y alusiones futbolísticas, llena de jóvenes drogándose sobre pupitres escolares. Vendían cerveza a un precio alto). Bebieron cerveza, fumaron mariguana y siguieron su camino. En alguna esquina compraron botellas de licor envueltas en bolsas de papel y se fueron para el teatro con el tiempo justo.

Después de la obra (una obra alemana interpretada por un grupo de finlandeses, sin subtítulos o traducción, con una serie de elementos técnicos notables, que la sala llena aplaudió con entusiasmo) caminaron más y terminaron en ese sitio del centro de Bogotá que todo el mundo conoce y en el que todo el mundo termina. Bebieron un rato junto a las amigas y otros amigos de ellas y luego se fueron. Tomaron un taxi hasta el apartamento pero antes dejaron a una de las amigas en su casa. Él se preparó unos huevos revueltos. Ella no comió nada. Se acostaron y hablaron un rato. Él seguía con lo de sus películas. Tuvieron sexo. Él durmió. Ella no.

En la mañana, temprano, ella se levantó y se fue. No volvió a llamarlo o a contestar sus llamadas. Él tampoco intentó mucho.

Un año después, el mundo ya no existía.

31 de enero de 2012

Inútil e inoficioso



Así como Asterios diseña edificios que nunca se construyen, existe gente que pasa su vida escribiendo películas que jamás llegan a filmarse.

27 de enero de 2012

Autoayuda



La clave está en seguir intentando. Calladito y encerrado. Día y noche. Consumir, producir, esconder, liberar. Intentar. Cerrar los ojos y seguir adelante. Probar esto y lo otro. Adentrarse en el yo y luego salirse y alejarse. Volver sin darse cuenta. Darle una vuelta más al asunto, abordarlo desde el otro lado. Cerrar los ojos y respirar con calma y andar hacia el frente, confiando en que se avanza en la dirección adecuada (como cuando uno se pierde en la selva o en el desierto o en el océano y sabe hacia dónde debe andar y cree que anda en la dirección correcta pero no puede estar seguro, no hay forma de confirmarlo, sólo queda seguir andando y llegar a algún lado en algún momento o no llegar nunca y morir en el camino).

Porque por años uno construye una estructura con lo que va encontrando y se refugia en ella y se acostumbra (algunos hasta se encariñan) y empieza a llamarle "vida" y cuando está más acomodado ¡zaz! la tal estructura se cae (era obvio, estaba armada con residuos y pegada con babas) y la rutina y los amigos y la familia y las amantes y los empleos y la estabilidad (todas esas cosas alrededor de las cuales uno se fue encerrando sin darse cuenta pero con la intención explícita de sobrevivir) se van al carajo y uno se queda solo y parece que los años no han pasado y apenas se han cumplido dieciocho pero se está más viejo y más decepcionado y fatigado que nunca (y las ambiciones no abandonan pero cada vez están más disminuidas, gastadas, olvidadas).

Ahí es cuando uno teoriza e inventa cinco hipótesis distintas que hablan de crisis y de ciclos y cambios y mejoras y propósitos y uno se mira en el espejo y se da tres palmadas en la espalda mientras se dice "todo bien que AHORA SÍ, llegó por fin el momento que tanto hemos esperado en secreto". Pero luego uno camina un rato y se toma un café y se sienta y la voz dice que no, que ni mierda, que esas mentiras no se las cree nadie, que no hay propósito ni fin ni proceso ni mejoría. Y luego uno negocia porque lo que importa es la supervivencia, ¿o no?

Y bueno, uno se levanta al otro día temprano y se inventa qué hacer y lo hace, imaginándose que son pasos, que son piezas de un rompecabezas, que hay un destino y que aunque no lo parezca uno está avanzando hacia allá, despacio, con calma, esperando el momento en que en el horizonte aparezca la meta y la voz diga "¿ya?, ni sentí el recorrido, ni me di cuenta de que ya habíamos llegado".

Lo único que queda es seguir intentando a ver si algo pasa.



Pd: Soy una de las 123 personas en el mundo que usamos Google Plus. Como me gusta esa red social que nadie usa y me gustan sus álbumes de fotos, cree varios que reúnen fotografías de caminos recorridos, de momentos vividos y de varias cosas por el estilo. Si les interesa, pasen y conozcan, por ejemplo, el que se titula "Momentos-Lugar" (detrás de cada una de esas fotos hay una anécdota o una historia larga y dolorosa que algún día le contaré a los interesados).

15 de enero de 2012