Es de noche y algún virus me obliga a estar abrigado, lleno de mocos y  con ligeros retorcijones de estómago. Intento trabajar, trato de  enmendar tantos errores cometidos en distintos periodos de mi vida,  cadenas de decisiones mal tomadas que me tienen donde estoy y que  determinan mi incierto futuro. Hace un poco de frío y no logro  concentrarme, no estoy motivado, quisiera huír ahora mismo y no regresar  nunca. Miro por la ventana intentando descifrar alguna figura allá  abajo, en la oscuridad absoluta.
Llegan de repente los recuerdos y  las imágenes de personas y lugares que he dejado atrás, aparece la  certeza de lo poco que importan o importaron pero de lo imborrables que  son. Rostros indelebles de personas con las que escasamente compartí un  trago, una conversación sobre una película o un paseo en el metro.  Revivo esa sensación en la piel al caminar en invierno por calles  oscuras en busca de un teatro o de un café para entrar a quemar un poco  de tiempo y para pensar, para garabatear en mi fiel libreta, para no  tener que regresar a lo que sea que en esos momentos llamo casa, en  donde sólo me esperan un par de trapos, unas cobijas y un colchón.  Restaurantes de comidas rápidas abiertos 24 horas con familias indígenas  que cuentan monedas o puticas de catorce años sentadas en las piernas  de borrachos barrigones, billares en barrios que se supone son  peligrosos, avenidas desoladas que parten en dos a ciudades de millones de  personas -de las cuales las mayoría está en sus casas, con sus famiias,  viendo la televisión, fornicando o intentando conciliar el sueño,  ignorando a ese otro grupo de hombres y mujeres que mientras tanto  conducen, cuidan, empacan, atienden, construyen-. Mujeres o travestis -a  veces, en la madrugada, es tan difícil y tan poco importante distinguir-  que te persiguen por una cuadra o dos gritándote "ven, guapo, para ti  hay descuento, para ti es gratis si vienes ya, yo también tengo frío,  calentémonos juntos", mientras tú aceleras el paso riendo en silencio y sintiendo  pequeños punzones en la espalda, esperando una puñalada que nunca llega y  que quizás nunca va a llegar, cuestionándote sobre el tipo de calor que  busca esa mujer, en si de verdad es calor lo que busca, en qué es lo  que ve en ti.
Esas noches. Tantas noches.
Quisiera poder  salir a caminar pero estoy atrapado en la periferia de una ciudad de  mierda, sin lugares para ir a divagar, sin caminos para recorrer, sin  opciones para caminar. Perdido en un infierno suburbano de gigantes  edificios habitados por miles de personas dopadas, indiferentes.
Tantas  almas tan solas. Tanta gente operando máquinas con la mente en blanco y  las tripas congeladas para poder soportar el horror de la vida,  adormecidas para poder levantarse cada día, para no pararse una mañana  con el sol y lanzarse por la ventana. Tantas parejas copulando con furia  y emoción, tratando de sacarle verdades absolutas inexistentes al  cuerpo del otro, queriendo llenar de sexo, de esa cosa tan efímera, el  vacío que les corroe la panza y la caja torácica. Tanta gente que se  puede tocar pero no se logra conectar.
Y estoy yo.
Yo y mi  constante deseo de salir corriendo. Yo y tantas cosas que quisiera  cambiar de mí. Yo y ese lo que sea que me obliga a regresar siempre al  mismo punto o que me amarra y no me deja perder para siempre.
Debe  ser muy difícil quererme. Debe ser agotador aguantar mis continuos e  inesperados ataques, esas noches en que todo está bien y yo salto y digo  "me voy para siempre y es por tu bien" (para regresar sólo unas horas  más tarde como si nada hubiera pasado, a limpiar lágrimas con una  sonrisa irónica). Ha de ser insoportable mi incapacidad de comprender a  los demás, mi desentendimiento de la enfermedad y de la tristeza, mi  convicción de que cualquier cosa -cuando no me pasa a mí- se soluciona  con una sonrisa, una despercudida y un nuevo intento. hay que ser  paciente para soportar mi continuo inconformismo, mis ganas de no estar  aquí pero tampoco estar allá, de estar en ninguna parte, el deseo de  irme sin saber a donde. Ni yo aguanto esa angustia que a veces me tira a  la cama a llorar y a gritar que todo está perdido, que el fracaso es  evidente, que la resignación es la única opción.
Creo que tengo  fiebre, me duele un oído y debo trabajar en la mañana. Mejor me acuesto.
L.
 
