Venía en el Transmilenio cuando empezó a caer una lluvia repentina y fuerte y la señora que iba a mi lado empezó a hablarme. Le respondí de buena manera y miré a mi alrededor: La gente sonreía, se hacían comentarios amistosos entre desconocidos y lanzaban exclamaciones alegres. La lluvia arreciaba. La señora y yo charlábamos desenfadadamente sobre el milagro del agua y los pastos quemados que rodeaban al bus.
Al occidente, más allá de la ciudad, sonaban truenos. Éramos felices. Luego la señora se preocupó por sus hijos, que andan en bicicleta, y yo lamenté no tener paraguas y tener prisa por llegar a mi casa a comer algo.
Vencido por la maravilla, cerré el libro que venía leyendo y me puse a ver llover por la ventana del bus mientras le hacía chistes a mi nueva amiga. Desde el último puente vehicular del trayecto el sur y el oriente se veían despejados, brillaban bajo el despiadado sol.
Al llegar a la última estación el ambiente en el bus seguía siendo festivo, de dicha, mientras afuera la lluvia amainaba. La señora y yo nos despedimos aún sonrientes y cada uno salió por una puerta distinta.