Las tardes de los sábados son lentas y ansiosas y bajan densas mientras se espera que el sol caiga y la noche llegue con la fiesta, con lo inesperado, con esa paz momentánea que sólo la depravación puede brindar.
Si estuviera en mis manos suprimiría las tardes de viernes, sábados y domingos y dejaría solo las mañanas para recuperarse y las noches para disfrutar. Haría de la vida una fiesta y cada semana se tendría que probar un nuevo fondo y así todos descenderíamos hasta el final, hasta consumirnos y explotarnos con ese bello resplandor fugaz de la vida bien vivida y bien abandonada. Dejaría lo útil, lo funcional, y perseguiría la sorpresa, lo oculto, los márgenes poco definidos y escasamente transitados.
La responsabilidad, la angustia y la culpa son el enemigo. Para que la ambición no se devore la vida hay que obligarla a funcionar sólo en horarios de oficina. Apagar los sueños cada tarde, mandar la economía al carajo y perderse en la ciudad o en el campo, cada noche, buscando el disfrute y la trascendencia de lo insignificante. Patear al aburrimiento en la cara y escupir sobre sus precios altos y su menú inagotable, sobre sus imposiciones y su orden social. Reír y llorar, olvidarse de todo y tomar el último bus de la noche hacia cualquier parte. Tener sexo debajo de la mesa de una fiesta desesperante y formal, beberse todo el champán y orinar sobre el ponche.
Hacer que valga la pena.
Salir. Caminar. Beber. Ver gente. Hacer que las cosas pasen.
Y sobrevivirlo por otro rato.
Si estuviera en mis manos suprimiría las tardes de viernes, sábados y domingos y dejaría solo las mañanas para recuperarse y las noches para disfrutar. Haría de la vida una fiesta y cada semana se tendría que probar un nuevo fondo y así todos descenderíamos hasta el final, hasta consumirnos y explotarnos con ese bello resplandor fugaz de la vida bien vivida y bien abandonada. Dejaría lo útil, lo funcional, y perseguiría la sorpresa, lo oculto, los márgenes poco definidos y escasamente transitados.
La responsabilidad, la angustia y la culpa son el enemigo. Para que la ambición no se devore la vida hay que obligarla a funcionar sólo en horarios de oficina. Apagar los sueños cada tarde, mandar la economía al carajo y perderse en la ciudad o en el campo, cada noche, buscando el disfrute y la trascendencia de lo insignificante. Patear al aburrimiento en la cara y escupir sobre sus precios altos y su menú inagotable, sobre sus imposiciones y su orden social. Reír y llorar, olvidarse de todo y tomar el último bus de la noche hacia cualquier parte. Tener sexo debajo de la mesa de una fiesta desesperante y formal, beberse todo el champán y orinar sobre el ponche.
Hacer que valga la pena.
Salir. Caminar. Beber. Ver gente. Hacer que las cosas pasen.
Y sobrevivirlo por otro rato.
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