12 de junio de 2012

Perdón Universal


Cuando salgo los veo y aunque en un principio siento risa y deseos de burlarme, la piedad dentro de mí es más grande y pronto una profunda pena me invade y la conmiseración por esas almas desgraciadas se apodera de mí.

Salgo poco. Veo poca televisión, no leo la prensa y escucho poca radio. Dedico mis días enteros a leer La Historia (Ahora mismo estoy inmerso en el tercer volumen de la Historia de Tácito) y las madrugadas a escuchar Nuestro Programa (Duermo poco y cada mañana me levanto justo antes del vargtimmen para encender y sintonizar el viejo transmisor AM de papá. Muevo el dial lentamente, con la finura y precisión que mi agotado pulso me permite, hasta conseguir la mayor claridad posible para Nuestra Emisión Diaria. Los escucho muy atento. Aprendo y comparto El Mensaje. A veces llamo y participo. Me conocen. Los conozco. Somos Familia.) y sólo abandono el hogar para proveerme con víveres (tarea cada vez más difícil, por demás), para asistir a Las Juntas o para cumplir con La Labor. Así que no me los encuentro muy a menudo. 

Sin embargo, siempre están en mi mente y en mi corazón. 

En ocasiones, el cansancio ocular y mental (La Historia es ardua, exigente, su conocimiento es fundamental y por eso mismo evasivo. El camino está lleno de trampas.) me lleva a abandonar la lectura y encender el televisor para ver un noticiero. Por encima de la vulgaridad, la ignorancia y la mediocridad de siempre, me conmueve encontrarme con que Los Discípulos de los Profetas son cada vez más, lo que no deja de ser una inmensa tristeza. Los veo hablar a la cámara, desde algún pueblo perdido en la mitad de Estados Unidos, con la cara roja e hinchada, las lágrimas escurriendo y el gesto desgarrado. Los veo correr, desesperados, cargando la mayor cantidad de víveres que les es posible, saqueando supermercados en Buenos Aires, saltando por encima del cadáver del chino que tan valientemente defendió su negocio y sus dos pequeñas hijas. Veo a los millonarios europeos llegar en helicóptero a sus búnkeres, abrazando a sus familias y cargando sus pesados maletines. Veo a los africanos matarse los unos a otros por el control de los pequeños refugios que los gobiernos internacionales construyeron para sobrellevar la crisis y veo también a ese padre de familia que al otro extremo de esta ciudad exhibe orgulloso ante la cámara, a la distancia, detrás de alambradas eléctricas y vidrio blindado, el poderoso arsenal con el que está dispuesto a defender a su familia. Y también veo a los otros, a los que se ríen, a los que insisten en llevar una vida normal y confían en que al final todo saldrá bien. Pero no lo resisto por mucho tiempo y tengo que apagar el televisor.

Me cuesta saber quiénes me generan mayor pena, quiénes merecen más mi compasión: el grupo de los pobres desinformados que caen en la trampa de las profecías y el apocalipsis y están convencidos de que el mundo está por acabarse o el grupo de cínicos incorregibles y faltos de fe que asegura con soberbia que el mundo está mal pero que este no es el fin, que el apocalipsis no existe y que las profecías son engaños en los que sólo caen los incautos que merecen su suerte y su desgracia.

Ambos grupos, finalmente, están profundamente equivocados.

Me desarma saber que hay miles de millones de personas preparándose para un cataclismo que no va a ocurrir. Me destroza saber que hay miles de millones de personas, de hombres y mujeres buenos, bondadosos y amorosos, condenados por su terrible ignorancia. Me deprime pensar que ahí afuera hay gente preparándose para un fin del mundo que hace tiempo que ocurrió, que hay gente incapaz de darse cuenta de que somos sólo fantasmas recorriendo las ruinas de una civilización extinta, que vivimos inmersos en la ilusión de un mundo que ya no existe y que el único camino posible para obtener El Perdón Supremo es el de La Contemplación y El Estudio, como Nosotros lo venimos proclamando.

Porque somos Nosotros quienes nos damos cuenta.

Desde un principio, desde El Día en que Todo Terminó, nuestra sensibilidad superior nos permitió darnos cuenta del acontecimiento invisible, disfrazado en las pequeñas cosas, escondido en las noticias ligeras e irrelevantes, y desde ahí inició nuestra carrera por juntarnos, por organizarnos y por difundir La Palabra Del Fin a los oídos sordos que no quieren escuchar y que se empeñan en vivir en El Engaño.

Por eso, aunque en el fondo río de su ignorancia y sé que es culpa suya (¡las señales están ahí, todo el tiempo, sólo hay que interpretar!), comprendo también que esas pobres almas condenadas están sufriendo bastante y que van a sufrir aún más y que la posición de ventaja que me ha dado Lo Supremo no me exime de responsabilidad y no me permite la autoindulgencia y que es mi deber concentrarme en El Estudio y La Divulgación para lograr algún día, entre todos, el Perdón Universal.

Pero son pocos, muy pocos, los que escuchan.


9 de junio de 2012

Sábado en la tarde (Anticipación)



Las tardes de los sábados son lentas y ansiosas y bajan densas mientras se espera que el sol caiga y la noche llegue con la fiesta, con lo inesperado, con esa paz momentánea que sólo la depravación puede brindar.

Si estuviera en mis manos suprimiría las tardes de viernes, sábados y domingos y dejaría solo las mañanas para recuperarse y las noches para disfrutar. Haría de la vida una fiesta y cada semana se tendría que probar un nuevo fondo y así todos descenderíamos hasta el final, hasta consumirnos y explotarnos con ese bello resplandor fugaz de la vida bien vivida y bien abandonada. Dejaría lo útil, lo funcional, y perseguiría la sorpresa, lo oculto, los márgenes poco definidos y escasamente transitados.

La responsabilidad, la angustia y la culpa son el enemigo. Para que la ambición no se devore la vida hay que obligarla a funcionar sólo en horarios de oficina. Apagar los sueños cada tarde, mandar la economía al carajo y perderse en la ciudad o en el campo, cada noche, buscando el disfrute y la trascendencia de lo insignificante. Patear al aburrimiento en la cara y escupir sobre sus precios altos y su menú inagotable, sobre sus imposiciones y su orden social. Reír y llorar, olvidarse de todo y tomar el último bus de la noche hacia cualquier parte. Tener sexo debajo de la mesa de una fiesta desesperante y formal, beberse todo el champán y orinar sobre el ponche.

Hacer que valga la pena.

Salir. Caminar. Beber. Ver gente. Hacer que las cosas pasen.

Y sobrevivirlo por otro rato.