Recuerdo aquel día. El sol se preparaba para hundirse en el océano y yo me alistaba para volver a la casa en compañía de mi familia. Aprovechando los últimos rayos del astro, que algún día explotará y hará "maíz pira" con este planeta,
yo infante jueguetaba en la arena. De pronto, a lo lejos, vi una pequeña canoa que regresaba tripulada por un par de morenos trayendo sus redes. Al extenderlas en la arena pude ver cientos de peces que revoloteaban y se zangoloteaban desesperados, seguramente sin entender qué carajos estaba pasando. Hasta que, poco a poco, iban desistiendo. No lo soporté más y le pedí a mi tía que nos fuéramos.
-------------------------------------------------------------------------------------------------
Esta es una imagen fija de muerte y sufrimiento que aún conservo. Pero no es la única. Pocos años después, algún fin de semana, fuimos todos juntos a una vereda particular, muy cerca de la ciudad en la que siempre he vivido, por el sur, detrás de los barrios que a nadie -mucho menos a mí- le gusta visitar. Yo era pequeño y la zona segura, así que tenía la libertad de andar por donde quisiera, solo, y meterme donde nadie más cabía. Las montañas eran hermosas pero no inalcanzables para mi
yo explorador, veía cuevas oscuras donde realmente había claros en el bosque. Y subía, subía hasta llegar a la cima y ver más montañas y pequeñas casitas -pero no de techos rojos como en las postales-, también se alcanzaba a ver el ganado famélico, las ovejas grises, negras, cafés, nunca blancas. Bajaba a las porquerizas y observaba con curiosidad esos enormes animales color piel, con ese olor particular que si bien no me parecía asqueroso, si me causaba cierta repulsión. Casualmente los dueños de casa habían subido hasta la porqueriza -arriba de la casa, abajo de la cima- a bajar una cerda, inmensa, gorda, bonachona, que parecía estar dispuesta a todo por ese amo que siempre la alimentaba, bondadosa, dócil. Los anfitriones habían decidido celebrar la visita de
las profes y su familia por lo alto, "hacía harto que no venían". "Ven, para que mires cómo matan el marrano", dijo mi tía. y yo, curioso, fui.
El jefé de hogar, un hombre robusto, con las mejillas rojizas y las manos ásperas, ató las extremidades de la cerda y la tumbó de modo que quedara sobre uno de sus costados. Yo estaba congelado, esperando a ver qué iba a pasar. La cerda, entendiendo que algo no andaba bien, empezó a rezongar, su nerviosismo evidentemente aumentaba a cada instante. Con una frialdad increíble, el tipo tomó un platón plástico y lo puso debajo de la garganta, sacó un cuchillo recién afilado, abrazó el cuello del porcino -quien dentro de todo se tranquilizó un poco al sentir el abrazo- y ¡zas!, le dio certera puñalada en la garganta. La sangre empezó a brotar, caliente, espesa, directo a la vasija, mientras la cerda se revolcaba y lanzaba unos chillidos que aún me parecen aterradores -así sea cuestión de mi imaginación-. Luego no sé qué ocurrió, seguramente me fui. Pero cuando volví, la cerda ya se encontraba abierta por el vientre, partida en dos, en un charco de sangre y tripas. Y cuando llegué a ver de nuevo el hombre aquel exclamó "¡estaba preñada y no nos habíamos dado cuenta!". Yo no sé nada de biología, ni de zoología, y en realidad mi memoria no es que sea de fiar, pero recuerdo que el tipo sacó como una bolsa de un tejido muy suave y dentro habían muchos marranitos -no sé de cuántas crías sea una "camada" de cerdos, pero creo que eran como trece o quince-, de unos tres centímetros, en lo que llaman posición fetal, con los ojos cerrados. Eran tan pequeños y tan bonitos, ahí botados en el piso, encima de un líquido, que pedí que me regalaran algunos. El hombre aquel fue por un tarro de mayonesa, lo llenó con formol y luego echó dos fetos. Eso fue hace, por lo menos, diez años, y aún el frasco de Fruco está en mi biblioteca. Les debo las fotos para un momento en que la iluminación no me sea adversa.
-------------------------------------------------------------------------------------------------
Hay otra imagen que también tengo muy marcada, pero de la que no hablaré mucho. Fue un par de años después del incidente de la cerda, exactamente el 4 de Mayo de 1997.
Todo es confuso, unas manos entran por la ventana rota del carro y meten una varilla, hacen palanca y las latas ceden liberando mi pierna -que por costumbre metía entre la puerta de adelante y la silla del copiloto-, las mismas manos me sacan alzado por entre la ventana, veo el rostro de la persona por primera vez en mi vida, me pone en el piso y veo, a menos de un metro, a mi mamá tirada en el piso, está inmóvil y hay muchísima sangre en su cara y en su ropa, tiene un overol azul, hay gente alrededor, muchos carros ya pararon, no veo a nadie más, ninguno de mis acompañantes, pero la gente me cuida, me alejan de lo que quedó del carro y del cuerpo de mi mamá, me preguntan que si estoy bien, me dicen que no me preocupe. De la nada aparece mi tía, ella tiene a mi hermana, también a mi prima. Nos montamos en una camioneta y nos vinimos para Bogotá, no vi ambulancias, no vi a mi papá, no supe de mi mamá. Hasta la noche supe que, al menos, estaban vivos.
Después de lo que para mí fueron tres meses contados (y que según me dicen no fueron sino dos o tres semanas) mi papá llamó a la casa de mi abuelita, donde nos estábamos quedando y dijo que ya iba con mi mamá. Cuando supe que habían llegado corrí, bajé las escaleras, abrí la puerta y vi a mi papá entrar por el garaje con mi mamá, en silla de ruedas, con un tubo que le salía del pecho y estaba conectado a algo, acabada, disminuida, ni la mitad de la mujer fuerte que recordaba.
Esas son cosas que no se olvidan. Eventualmente me asaltan las imágenes, como fotogramas, del rostro de mi mamá ensangrentado, irreconocible, con los ojos cerrados. O de la cerda chillando y el chorro de sangre saliendo poderoso por la herida en la garganta.