Toda mi vida estudié en colegios católicos, de curas. Mi abuela materna, persona importantísima durante mi niñez, fue una vieja devota, camandulera. Yo, quise ser cura duante algún momento de mi infancia. Cuando estaba en segundo de primaria llegaba temprano gracias a la ruta, pero a diferencia de mis compañeros no llegaba a jugar Fútbol, entraba a la capilla donde un cura probablemente traido gracias a la magia de la criogenia nos recitaba cosas que no recuerdo, especie de mandamientos distintos a los de la ley sagrada de Moisés, consistentes en actos como el de recibir viajeros y visitar presos, cosas así.
Pero pronto eso terminó. Empecé a ser un católico más, de los que van a misa una vez al año y no predican con el ejemplo, igual era un pequeño niño. Para grado séptimo cambié de colegio, ingresé al
San Bartolomé, colegio que cambió radicalmente mi vida y con el que pese a lo que diga estoy muy agradecido. Allí había que asistir a eucaristía quincenalmente por grados, las clases de religión eran en serio, y se respiraba un ambiente católico la mayor parte del tiempo. Ahí fue cuando empecé a cestionarme sobre Dios, la iglesia y otras cosas. Tendría once o doce años, corría el año 2000, el del fin del mundo.
En octavo seguí con mis inquietudes. Y conocí varias personas que me ayudaron a cambiar mi visión de mundo. El primero fue el nuevo profesor de religión, el hombre parecía evangélico, nos hacía rezar y soltaba con ligereza afirmaciones del talante de "Con los cráneos de este curso yo también puedo crear una cadena evolutiva, no crean esas bobadas, crean en dios y en su obra...". Ante tal hombre fue que por primera vez me puse de pie y dije: Soy ateo, no quiero ver esta clase. El escándalo fue mayor, y tras muchos ires y venires terminé por aceptar que mientras mis compañeros estaban en clase yo iría a asesoría espiritual con el director de pastoral del colegio.
Él fue otro personaje importante en mi transformación. Cuando llegué a las dichosas asesorías esperaba a un cura anciano que me regañara y me dijera que me iba a quemar en el infierno si no me arrepentía de mis afirmaciones. Pero lo que encontré me sorprendió bastante, el sacerdote era un hombre joven, recién ordenado, de nombre Édgar si mal no recuerdo. Me recibió con preguntas como ¿por qué dices eso?, ¿de qué quieres hablar?, no con sermones. Y ahí empezó a hablarme de Díos, pero no del Dios de barba y túnica, sino del dios presente en cada uno de nosotros, en la hermosura de la creación, en el amor a la vida, dios como energía, no como un ser lejano, por el contrartio algo cercano, con quien me relacionaba en el diario vivir.
De mis actuales creencias quiero hablar, pero en otra ocasión.
Fueron años de transición, y no me atrevería a afirmar que a estas alturas tal transición halla culminado. Dejé de escuchar la cadena básica de Caracol y La Luciérnaga para pasar a escuchar Radioactiva (actualmente escucho Radiónica y La W), probé el cigarrillo, el licor y tantas otras experiencias. Ingresó a mi vida el rock de forma permanente y probablemente vitalicia.
Y he aquí el punto que quería tratar, por el que escribí semejante perorata sobre la evolución de mis creencias, es el siguiente:
Cuando pequeño, quise que mi papá me regalara un colgandejo de esos que ahora están de moda y que tienen dibujitos de santos, ah ya, un escapulario y nunca lo hizo. Tenía una cruz colgada en la pared de mi cuarto. Dios y sus familiares eran sagrados para mí, nadie podía hablar mal de ellos, me enfurecían los chistes sobre Jesús. Pero después era yo mismo quien me burlaba, comulgaba varias veces en la misma misa, me dormía, le hacía bromas a los curas, me iba a confesar con una grabadora encendida y me grababa confesando barbaridades que ni a estas alturas he estado cerca de cometer, intentaba ser sacrílego con todo aquello que representó algo para mí, botaba la cruz de mi cuarto a la basura y, cuando mi mamá la sacaba, la ponía de cabeza, sólo porque me causaba placer, me sentía superior, libre de ataduras, no había un dios que me juzgara, parecía un iconoclasta destruyendo cuanta imagen sagrada llegara a mis manos.
Pero ahora, siento que he construído otros ídolos, otras figuras sagradas con las cuales no me meto y prefiero que no se metan en frente mío. Muchas veces me he encontrado molesto en una cantidad considerable cuando alguien dice en mi presencia (y generalmente debido a ella), cosas como "¿los birols?, uy no, ese grupo es una chanda, eso es re-viejo y todo mediocre", "¿música clásica", uy no, esa vaina me duerme".
Ahora existen objetos, obras y personajes (pertenecientes a la cultura popular del siglo XX generalmente) a quienes tengo en un altar muy elevado, los llego a considerar dioses, casi que les rindo culto, representan para mí estadios superiores del espíritu humano.
Lo que me molesta, es que creo que puedo y que debo vivir sin estas figuras idílicas. Siempre he pensado que el humano debe liberarse de ese tipo de ataduras que impiden su desarrollo completo. Pero tal vez cuando me libre de estas imágenes veneradas aparezcan otras, condenándome siempre a tener eso que tento me molesta: lo sagrado.
Entonces sólo me queda un cuestionamiento que me falta responder, ¿acaso es cierto que el ser humano debe tener algún tipo de representaciones casi icónicas de lo que le da sentido a su vida (Arte-Religión-Ciencia), debe haber algo sagrado para uno?
Las respuesta se hace esperar.
Este escrito será ampliado y complementado en su debido momento.