El escrol infinito
9 de agosto de 2024
Hacerse hogar. En un tejado, en un potrero, debajo de un puente, en una mini mansión pintada de blanco y llena de luz, en un apartamento vacío, en una carpa en las montañas. Hacerse hogar solo o en compañía, en pareja, con amantes o con amistades. Hacerse hogar construyendo, armando, poniendo y quitando. Hacerse hogar con las plantas, con la música, las pelis, los libros, las tiendas, las panaderías, las calles solas y húmedas en la madrugada cuando llegas alterado y no recuerdas cuál llave es cuál pero de algún modo logras entrar al edificio y arrastrarte hasta tu puerta, la tuya, la que no es de nadie más y entras y te tiras sobre un colchón inflable y en un par de horas amanecerá y ya estás en casa. Hacerse hogar viendo por la ventana, fumando, buscando formas en las nubes, apaciguando el ruido externo al poner la mirada sobre un pájaro, una hoja, un ladrillo que es de otro color. Hacerse hogar sin herramientas o con un martillo pequeño, poniendo cuadros, colgando máscaras, escribiendo en las paredes, pintando en el baño, escondiendo un tablero viejo detrás de un mueble.
Hacerse hogar con lo que se pueda. Hacerse hogar porque se necesita.
24 de junio de 2019
Interferencia (Cortometraje, 2016)
17 de junio de 2017
18 de mayo de 2016
23 de febrero de 2016
Lluvia (Señoras)
Al occidente, más allá de la ciudad, sonaban truenos. Éramos felices. Luego la señora se preocupó por sus hijos, que andan en bicicleta, y yo lamenté no tener paraguas y tener prisa por llegar a mi casa a comer algo.
Vencido por la maravilla, cerré el libro que venía leyendo y me puse a ver llover por la ventana del bus mientras le hacía chistes a mi nueva amiga. Desde el último puente vehicular del trayecto el sur y el oriente se veían despejados, brillaban bajo el despiadado sol.
Al llegar a la última estación el ambiente en el bus seguía siendo festivo, de dicha, mientras afuera la lluvia amainaba. La señora y yo nos despedimos aún sonrientes y cada uno salió por una puerta distinta.
9 de julio de 2015
12 de junio de 2013
27 de abril de 2013
12 de noviembre de 2012
Pertenencias
(Cuento ganador del concurso Stadt: Historias de la gran ciudad 2012, organizado por el Goethe Institut, Radiónica y Hoja Blanca)
Por las calles bajaban torrentes de agua, arrastrando basuras cual cadáveres de peces en un río muerto y forzándome a saltar para evitar las corrientes y los charcos en el pavimento. Odio tener los pies mojados. También odio que se me llenen de gotas los lentes de las gafas, pero eso ya no podía evitarlo. Era un atardecer gris y lluvioso y me estaba tardando en encontrar la dirección. Caminé de un lado a otro por calles tan irregulares como desiertas, bajo la vigilancia de las montañas iluminadas constantemente por relámpagos fríos y azules. Cuando por fin vi el frente de la casa no pude dejar de sentirme oprimido por la tristeza que junto con el agualluvia escurría por las paredes como la fría exudación de cada historia y de cada desgracia encerradas en ese viejo edificio. Entré, empapado, y me presenté ante la casera. Le expliqué quién era y a qué iba y ella, alegando comprenderme perfectamente y con una cierta afectación que no pude dejar de notar, me prestó una toalla para secarme y me guió por un largo corredor lleno de puertas de madera aseguradas con candados y cadenas. Al llegar a una de las últimas me dijo “Aquí es. Voy a estar en la cocina por si necesita algo. Siéntase libre de tomarse su tiempo, yo entiendo”.
Siempre tengo presente el día en que Adriano se fue de casa. Por ese entonces tenía diecinueve años y acababa de abandonar la universidad. Los problemas habían empezado años antes, no puedo decir cuándo o por qué, pero claramente a esa altura ya la solución se había escapado de nuestras manos. Aún conservaba el rostro afable que tanto enorgullecía a su madre pero hacía tiempo había perdido la alegría que lo caracterizó durante su infancia y su primera juventud. Había vivido toda su vida en la misma casa, en la misma habitación, acumulando en ese espacio objetos, afectos, recuerdos y todo tipo de cosas. Y ahora tenía que tomar todo lo que más pudiera y empacarlo en dos cajas y una maleta. Para siempre. Quería, más que tenía, porque nadie lo forzó a tomar esa decisión. Desde los quince años, quizás antes, nos venía amenazando a su madre y a mí con que se marcharía en cuanto pudiera, pero sólo fue una semana antes de irse cuando, durante la cena, nos dio la noticia. “Dentro de ocho días me voy. Conseguí un lugar dónde vivir”, fue todo lo que nos dijo. Su madre trató infructuosamente de disuadirlo toda la semana y para el momento en que se fue estaba encerrada en nuestro cuarto, llorando desconsolada. Yo, distante, herido, ofendido, lo observé acomodar sus libros preferidos, sus películas, sus discos, su grabadora, su mejor ropa, cobijas y algunos recuerdos de su infancia. Luego lo vi tomar las cajas y la maleta y sentarse en la calle a esperar un taxi. Sus hermanos le ayudaron a acomodarse en el carro. Lo vi irse desde una ventana en el segundo piso, escondido tras la cortina. No se despidió de nadie, se fue odiándonos. Dijo que pronto volvía por el televisor y otras cosas. Nunca regresó.
Algunos años después me encontraba arrodillado en el piso de una habitación pequeña, estrecha, oscura, sin una sola ventana. Un agujero que emanaba un terrible olor a humedad desde antes de entrar. Nunca entendí por qué cambió lo que tenía, lo que su madre y yo le habíamos dado, por esa pocilga, por esa falsa libertad. Y allí estaban, casi con exactitud, los mismos objetos que esa noche sacó de su habitación en casa –habitación que aguardó su regreso por mucho tiempo, hasta que la desesperanza y la necesidad de seguir adelante la convirtieron en un depósito de chécheres y cachivaches, lleno de telarañas y con las cortinas siempre cerradas-. Al parecer, sus años de ausencia del hogar no lo habían cambiado mucho. La cama sin tender, la ropa por el suelo, la mesa de noche cubierta por una capa de papeles de todo tipo y una pila de libros, el mismo desorden por el que discutía cada dos días en casa con su mamá. Revisé bajo la cama y, como lo esperaba, encontré las dos cajas de la mudanza. Me senté, lleno de paciencia y una extraña inquietud, y empecé a revisar los papeles de la mesa de noche: dibujos, escritos, facturas. Y, gracias a esa información, pude elaborarme un mapa mental de sus últimas semanas: qué había comido, cuándo, dónde, si estaba solo o no, cuándo fue a cine, qué vio, qué escribió y a quién. Pude recrear algunos de sus recorridos, imaginarme sus compañías, sus costumbres.
Ese fue el momento en que descubrí a qué había ido a ese lugar. No había ido, como creí en un principio, a recoger las pertenencias de mi hijo para llevarlas a casa. No, había ido para investigarlo, para tratar de saber qué había sido de él desde que lo había perdido completamente. Había ido para conocerlo y para reconocerlo. Un disco estaba puesto en la grabadora y lo hice sonar. No supe qué era pero era el tipo de música que Adriano escuchaba encerrado cuando vivía con nosotros. Esa música que siempre me pareció triste y que parecía ser perfecta para su carácter. Estuve a punto de derrumbarme. Traté de empacar todo en las cajas sin fijarme demasiado en cada cosa pero era inevitable pensar en cada una de sus acciones y en por qué las había hecho. Era inevitable el imaginarme a ese hijo que nunca conocí y su críptica vida.
Cuando Adriano se fue de casa me forzó a reflexionar sobre el modo en que algunas personas nos establecemos en un lugar y construimos toda nuestra vida a su alrededor. La forma en que los objetos que consideramos propios –o su ausencia- definen cierta parte de nuestro paso por la tierra: nuestros gustos, nuestros comportamientos, nuestra relación con el entorno, una cara de nuestra personalidad. Cómo, a lo largo de una vida, en un sitio determinado, acumulamos ciertas cosas a las que se les otorga un gran valor, se les asocian recuerdos, sentimientos, se convierten en objetos que, de un modo u otro, nos significan a nosotros mismos. Y me quebraba el pensar en lo difícil que ha de ser tratar de meter eso en dos cajas y una maleta.
Durante los años que mi primogénito vivió fuera de casa fueron muy pocas las noticias que tuve de él. Alguien lo vio en la calle, su hermana se lo encontró en un bar, llamó a su madre para el cumpleaños o para la navidad. La información era confusa. Quienes sólo lo veían decían que estaba demacrado, sumido en vicios, a punto de desaparecer, pero quienes hablaban con él mencionaba a un tipo alegre, entusiasta, lleno de vitalidad y deseoso de salir adelante. Sé que estuvo trabajando en una cosa y otra, consiguiendo el dinero justo para sobrevivir, viviendo siempre en la misma pieza. Sé que nunca volvió a la casa y que una tarde se citó con su madre para almorzar y no dijo mayor cosa durante lo que duró el encuentro, incapaz de abandonar ese hermetismo que siempre lo caracterizó. Y que al final insistió en ser él quien pagaba la cuenta.
Yo no fui consciente de cuánto desconocía a mi hijo hasta el día del velorio, cuando conocí a su novia de los últimos cuatro años, cuando vi a sus mejores amigos de toda la vida y no fui capaz de reconocer a ninguno, cuando gente desconocida se acercaba a expresarme sus condolencias y a contarme cosas sobre un tipo de quien bien me podrían estar hablando por primera vez.
Si es difícil empacar tu vida para mudarte, más difícil es empacar la vida de un ser amado que acaba de morir y de quien acabas de reconocer no sabes nada. Porque a pesar de todo yo amé a mi hijo. Porque mientras estaba encerrado en ese cuarto no podía dejar de llorar y de imaginar quién era ese hombre que llevaba mi apellido y mi sangre. Porque esos objetos eran lo último que quedaba de él y podrían ser lo único una vez los recuerdos se fueran borrando. Porque en un par de horas yo estaría en casa y guardaría esas cajas en la que había sido la habitación de Adriano y una vez al año, atacado por la nostalgia, iría allí para tratar de recordarlo, de reconstruirlo basándome en los objetos que alguna vez le habían pertenecido.
Cuando terminé de empacar me tomé unos últimos minutos sentado sobre la cama. Las pertenencias de mi hijo muerto sólo me habían dejado más dudas. Imágenes hechas de suposiciones, un retrato construido sobre el blando terreno de las especulaciones. Debía buscar las respuestas en algún otro lugar pero no se me ocurría dónde. Fui a la cocina a buscar a la casera, le devolví la toalla y le pedí que aclaráramos cuentas para poder pagar las deudas de mi hijo. Ya había anochecido y la lluvia era cosa del pasado. Me fumé un cigarrillo viendo las goteras del lugar. Luego tomé las cajas y la maleta y me senté en la calle a esperar un taxi.
12 de junio de 2012
Perdón Universal
9 de junio de 2012
Sábado en la tarde (Anticipación)
Si estuviera en mis manos suprimiría las tardes de viernes, sábados y domingos y dejaría solo las mañanas para recuperarse y las noches para disfrutar. Haría de la vida una fiesta y cada semana se tendría que probar un nuevo fondo y así todos descenderíamos hasta el final, hasta consumirnos y explotarnos con ese bello resplandor fugaz de la vida bien vivida y bien abandonada. Dejaría lo útil, lo funcional, y perseguiría la sorpresa, lo oculto, los márgenes poco definidos y escasamente transitados.
La responsabilidad, la angustia y la culpa son el enemigo. Para que la ambición no se devore la vida hay que obligarla a funcionar sólo en horarios de oficina. Apagar los sueños cada tarde, mandar la economía al carajo y perderse en la ciudad o en el campo, cada noche, buscando el disfrute y la trascendencia de lo insignificante. Patear al aburrimiento en la cara y escupir sobre sus precios altos y su menú inagotable, sobre sus imposiciones y su orden social. Reír y llorar, olvidarse de todo y tomar el último bus de la noche hacia cualquier parte. Tener sexo debajo de la mesa de una fiesta desesperante y formal, beberse todo el champán y orinar sobre el ponche.
Hacer que valga la pena.
Salir. Caminar. Beber. Ver gente. Hacer que las cosas pasen.
Y sobrevivirlo por otro rato.