Podría escribir algo, justo ahora.
A ver: se trataría de un tipo, un guía de museo que también hace parte de la exposición. Algo así como que él es el expositor y, a la vez, el tema expuesto. Este señor sería un indígena, por ejemplo; el último de su clan, según se dice; pero no sería un indígena "puro", el príncipe que dicen que es, sería más bien el rezago del amorío carnal entre una indígena y un europeo muchos años atrás; una vergüenza en su momento, aunque ya nadie lo recuerde. Y esto él lo sabe y nadie más, y es un conocimiento que algunas noches lo atormenta y lo lleva a tener pesadillas en las que se ve parado sobre el agua, en la mitad de la laguna, desnudo, tiritando de frío, conciente de que si da un paso en cualquier dirección se hunde y se muere, conciente también de que tarde o temprano va a amanecer y la gente de la aldea lo va a ver ahí parado y lo va a entender todo y él, igual, se va a morir de vegüenza.
Y el museo, el recinto en donde trabaja nuestro protagonista y que más bien parece un parque temático, es un lugar muy chico, ubicado en donde se supone que quedó algún día el templo lejano de su tribu, a donde sólo iban una vez al año y que es el único vestigio de su civilización y expone un par de telas, un par de ollas de barro y cinco piezas de oro. Y a su guía, claro, la verdadera atracción. Y expondría más, de tener más, pero es que es tan poco lo que queda de su raza que a veces él mismo cree que todo es un cuento que se cuenta solo para poder dormir mejor en las noches.
Él sabe, además, que no es realmente el último de su estirpe. Y lo sabe porque cuando no trabaja y sale a caminar por ahí, reconoce a sus primos y se da cuenta de que ellos decidieron cambiar de tribu, fingir, ser impostores porque les era más rentable; y reconoce también a las hijas y los hijos de sus primos, niños que se pasean por las montañas y por los pueblos, halando una llama o un pequeño burro sucio y desnutrido, vendiendo tejidos con motivos antiguos, cobrándole un par de monedas a los turistas que les sacan fotografías para verlas después en sus países de orgien, en sus continentes nativos, y decir que pobre gente, que al fin y al cabo no son malas personas y que las tradiciones y el rescate de las raíces y los pueblos y la opresión. Y él sabe todo esto pero no siente vergüenza o miedo o asco o envidia o angustia o rabia; siente, y sólo a veces, un poco de lástima y una leve herida de traición, pero se le pasa rápido porque, sobre todo cuando esta solo, pensar en su familia le genera ataques de risa que parecen interminables.
Y este tipo, a quien llamaremos H porque ya es hora de ponerle un nombre, experimenta en ocasiones una vergüenza muy similar a la de sus sueños -pero menos mortal-, que lo lleva a quedarse estático, en silencio absoluto -y esto ocurre sólo a veces, una vez a la semana, cada quince días, de forma inesperada, en cualquiera de los tres recorridos guiados que hace diariamente en el museo-, mirando hacia una esquina en la que, congelado de horror, con los ojos muy abiertos y sin poder parpadear, ve una rata gigante que devora un animal del tamaño de una cabra, y salpica sangre y vìsceras hacia todas partes, hacia las paredes, hacia las vitrinas, hacia el público, hacia su cara.
Estos "incidentes", como H los llama, duran apenas una fracción de segundo, de esas en las que el tiempo se elonga; muy poco, en realidad; un instante en el que todo se detiene, insuficiente para que alguien decida socorrerlo o preguntarle que qué le pasa que si se siente bien, pero suficiente para que todos se den cuenta de que algo muy grave le acaba de ocurrir y que ellos son, de una forma u otra, afortunados por haberlo visto. Cuando el "incidente" termina, cuando el horror desaparece tan súbitamente como apareció, cuando nuestro personaje recobra la noción del ahora y su rostro indígena recupera la indiferencia acostumbrada, H continúa la frase justo en donde la había abandonado, da por terminado el recorrido de la sala y va al patio, en donde se presta para que los turistas se tomen fotos con él y le digan que es muy bonita, muy romántica la historia de su raza, que es al final su propia historia, qué bueno que nos la cuente, y no sólo eso, que su historia es, bien mirado, la historía mía y de ellos y de todos nosotros porque para allá vamos así no nos demos cuenta. Y H posa, sonríe, agradece, mientras contiene el aliento, mientras aguanta las lágrimas y detiene los mocos, mientras, a cambio de una propina, cuenta la historia de uno de sus abuelos, un gran guerrero, el más fuerte que existió jamás en esas tierras, que luchó él solo contra los españoles por varias semanas hasta que al final fue traicionado por una de sus hijas, nunca se supo cuál, y fue capturado y torturado y tuvo la muerte más cruel posible y ya nadie debería olvidarlo porque en el ejemplo de su vida está la clave de la paz y la felicidad, esas que tanto anhelan estas gentes que huyen de todas partes con mochilas y bolsas de dormir amarradas a la espalda.
Cada día, al atardecer, H cierra el museo, del que es el dueño y el único empleado, come algo y se acuesta en un rincón, en un catre que hizo con sus propias manos, en el segundo piso, a donde el público no puede llegar, y canta y reza y ríe y llora y trata de no dormir porque teme no despertar, teme ahogarse en la laguna, teme morirse y acabar así con su estirpe y que los relatos de sus tíos y las aventuras de tantos y tan grandes guerreros se pierdan en el olvido, porque él, y no es así porque él lo quiera sino porque es su destino -y a esta altura ya empieza a sentir calor y a dormirse más tranquilo-, es el encargado de proclamar su legado familiar, el encargado de sembrar en toda esa gente que viene a verlo, la semilla de una sabiduría que es tan antigua como los primeros hombres de este lado del mundo y de quien él es, efectivamente, el último defensor.
Podría, sí, cómo no, escribir algo. Justo ahora.