Cierro los ojos. Hay instantes en los que todo lo que queda es cerrar los ojos. Me acuesto en la cama y hundo la cara entre la almohada, agarro fuerte las cobijas, con las dos manos, tratando de frenar un poco la velocidad con la que el mundo gira. A veces funciona. El planeta se desacelera y todo se ve de otro color, ocres desaturados y pastozos que se difuminan y se esparcen, las formas se ven más definidas y los eventos adquieren unas dimensiones más cercanas a la verdad eterna, opuestas a la deformación gigantista del movimiento. En otras ocasiones, aclaro, no importa que tan fuerte se agarre uno de las cobijas porque es la cabeza la que decide girar y girar y lo hace tan rápido y con tal fuerza que lo recomendable es soltar las mantas y sujetarse el cráneo (manos al parietal y al frontal o a los temporales, presionar hacia abajo, hacia el tronco).
El punto es que en esos momentos, ahí acostado, si se presta atención, se puede sentir el verdadero vacío. El verdadero vacío no es ese pequeño y autocontenido que se siente a veces en el pecho cuando se camina por la calle y se mira hacia atrás y se ven todos los años que se han vivido, al mismo tiempo, en forma de nube de humo, esférica y azul. El verdadero vacío es diminuto, insignificante, ni se ve, pero tiene la mitad de la fuerza de un agujero negro y chupa y chupa y por eso es que se siente que las tripas se van a voltear y que uno también se va a voltear y que todo el universo se va a voltear, como si fuera de doble faz.
Hay que tener el instinto afinado. Hay que abrir los ojos antes de que venga la implosión. Y una vez el riesgo de implotar pasa hay que pararse y encender o apagar la luz y abrir o cerrar la puerta del cuarto y salir y coger rumbo a su calle preferida.
Ahí es cuando viene la explosión. Pero de esa hablamos después.