27 de julio de 2008

Pertenencias

Siempre he sido muy descuidado con mis pertenencias, las dejo tiradas en cualquier parte y las pierdo para siempre. Fue así desde que estaba en el vientre de mi madre, ahí dejé mi carisma, del que luego mi hermana se adueñó. Cuando niño, en el colegio, perdí lo que llaman el buen gusto; fue una tarde en la que, casualmente, encontré la culpa y mis autorecriminaciones. Por esa época también perdí la confianza.
Más tarde en la adolescencia, en el teatro del colegio, perdí la dignidad al lanzarla con fuerza junto a mi camiseta hacia el público. Por fortuna aún conservo la vergüenza. Un día, no supe cuándo ni dónde, perdí el amor: cuando quise utilizarlo ya no estaba.
Hace poco perdí el pudor en una habitación de motel: se quedó sobre la alfombra y no lo vi al salir; esa misma noche, más temprano, perdí el miedo en un callejón oscuro y encontré los brazos y los labios de una mujer. Ayer tropecé y lo que creo era mi inspiración se quebró en varios pedazos que se fueron con la lluvia.


Ahora no encuentro mi concentración por más que la busco. Y la necesito con urgencia. Alguien me dijo haberla visto bajo su cama, pero no estamos seguros de que sea ella. Se está escondiendo, hay que esperar a que salga y cerciorarse: si es pequeña, fea, blanda y negra, es mi autoestima, no mi concenctración.
Y así voy, todos estos años partiéndome en pedazos y botándome por ahí, abandonándome en cualquier lugar, desintegrándome de a pocos, fragmentándome. Al menos me quedan mis prejuicios, mi desprecio y mi curiosidad, los utilizo a menudo y no sabría qué hacer sin ellos. También tengo mi gusto por la cerveza y mi propensión a dormir en horarios inusitados. Están, además, mis sueños y mis demonios internos; pero esos no me molestaría que se perdieran uno de estos días.


Ah sí, se me olvidaba, mi memoria... mi memoria... mi memoria... ¿esa dónde fue que la dejé?